Maggie Alarcón

Posts Tagged ‘Gerald Horne’

Cuba en el imaginario de los Estados Unidos

In Cuba, Cuba/US, History, US on January 29, 2015 at 2:22 pm

 

Ricardo Alarcón de Quesada

La edición cubana de éste, uno de los más recientes libros de Louis A. Pérez Jr., se suma a la fértil cosecha de quien es profundo estudioso de Cuba y de sus vínculos con Estados Unidos. Su publicación tiene especial importancia ahora cuando el restablecimiento de las relaciones diplomáticas provoca tantos comentarios, especulaciones y también no pocas ilusiones. A ese tema, el de nuestra posición hacia el poderoso vecino, dedicó Martí reflexiones que siempre tendrán plena vigencia, entre ellas su recomendación de examinar con ojos judiciales lo que era y habría de ser cuestión determinante para la suerte de la nación cubana.

El Apóstol era todavía un adolescente cuando el Padre de la Patria descubrió que “apoderarse de Cuba” era “el secreto de la política norteamericana” y que para llevarlo a cabo buscarían el momento más oportuno y las condiciones más propicias. A ese cálculo frío y actitud malévola se referiría Martí quien conoció como pocos aquella sociedad y alertó a tiempo el peligro mortal que encerraba para Cuba.

El libro de Louis A. Pérez, fruto también de un conocimiento a fondo de la sociedad norteamericana, es resultado de una investigación minuciosa que abarca todos los terrenos, desde la política hasta la vida cotidiana, incluyendo las más diversas manifestaciones de la cultura.

Su lectura puede sorprender a quienes han reducido el tema a las contradicciones coyunturales y desavenencias que enfrentaron a dos buenos vecinos a partir de la Revolución cubana de 1959, el llamado “diferendo”, eufemismo muy abusado a ambos lados del estrecho de la Florida.

“Cuba in the American imagination” prueba que se trata de algo mucho más complejo y antiguo, anterior al surgimiento de la nación cubana. Su origen se remonta a los años inmediatamente posteriores a la independencia de las Trece Colonias y ha perdurado, como una constante invariable, a lo largo de más de dos siglos, durante todo el proceso de formación, expansión y desarrollo de los Estados Unidos.

La idea de que Cuba les pertenecía, que su incorporación era necesaria para la existencia misma de la Unión Norteamericana y en consecuencia, era obligación inevitable de ésta decidir el futuro de la Isla, es el verdadero punto de partida para entender la dinámica de las relaciones entre los dos países desde entonces hasta hoy.

Esa idea, acompañada de una visión distorsionada de la realidad de Cuba y los cubanos, siempre paternalista y discriminatoria y muchas veces racista, estará presente en los discursos de estadistas y políticos, en editoriales, caricaturas, y artículos periodísticos, en disertaciones académicas, en libros, sermones, poemas y canciones y también, por supuesto, en documentos oficiales y confidenciales. La pretensión de dominar a Cuba, claramente manifestada en estos últimos, requería contar con el apoyo o la aquiescencia del pueblo norteamericano en el seno del cual siempre hubo simpatías y sentimientos amistosos hacia los habitantes de un país cercano a ellos por muchos motivos. Controlar y dirigir la mente de ese pueblo ha sido objetivo permanente para los dueños de Estados Unidos.

El resultado lo resume el autor:

“Cuba ocupaba mucho niveles dentro de la imaginación norteamericana, frecuentemente todos a la vez, de ellos casi todos funcionaban al servicio de los intereses de Estados Unidos. La relación norteamericana con Cuba era por sobre todas las cosas servir de instrumento. Cuba –y los cubanos- eran un medio para alcanzar un fin, estaban dedicados a ser un medio para satisfacer las necesidades norteamericanas y cumplir los intereses norteamericanos. Los norteamericanos llegaban a conocer a Cuba principalmente por medio de representaciones que eran por completo de su propia creación, lo cual sugiere que la Cuba que los norteamericanos escogieron para relacionarse era, de hecho, un producto de su propia imaginación y una proyección de sus necesidades. Los norteamericanos rara vez se relacionaban con la realidad cubana en sus propios términos o como una condición que poseía una lógica interna o con los cubanos como un pueblo con una historia interior o como una nación que poseía su propio destino. Siempre ha sido así entre Estados Unidos y Cuba[1].”

La raíz de ese modo de representarse a Cuba –y también al resto del mundo- era la representación que los norteamericanos han hecho de sí mismos, producto igualmente de su propia imaginación. El primer gran mito es el de atribuir un carácter revolucionario a las acciones de los propietarios de las Trece Colonias para independizarse de la Corona Británica. Indagaciones posteriores revelan que el proceso tuvo como motivaciones principales el interés de los colonos en extender su dominio sobre territorios ubicados más allá de los límites geográficos establecidos por Londres y la preocupación ante el avance indetenible en la metrópolis de los sentimientos abolicionistas que amenazaban con poner fin, cual sucedió, al tráfico y la explotación del trabajo esclavo. Entre los que enfrentaron a su Majestad Británica había representantes del pensamiento más avanzado de la época, como Tom Payne y sectores populares que aspiraban a cambiar también la estructura de la sociedad colonial, pero fueron derrotados y reprimidos por los Padres Fundadores y sus continuadores. No exagera el profesor Gerald Horne cuando titula uno de sus estudios más recientes “La Contrarrevolución de 1776”.

El otro gran mito es el que vincula a la nueva república con la idea de la democracia. Este resulta particularmente notable pues desde el principio Hamilton, Madison y Jay se empeñaron en demostrar lo contrario e insistieron en asegurar que su Constitución garantizaría que el país fuera siempre gobernado por sus amos, los dueños de sus riquezas materiales.

Esos mitos conjugados animan la idea de la “excepcionalidad” norteamericana y el carácter mesiánico, providencial, de su papel en la Historia. Esa creencia ha sustentado el discurso de todos los gobernantes desde Washington hasta Obama. La eficacia de su proyección es obvia. Con él han logrado embriagar, hasta el embrutecimiento, a un muy amplio sector de su población y a no pocos en otros países.

La función del lenguaje, y la comunicación como instrumentos de control político, con diversas y cada vez más sofisticadas técnicas, alcanzan ya un poder del que resulta difícil escapar. Hace casi medio siglo Brzezinski vaticinó que las nuevas tecnologías serían capaces no sólo de “manipular las emociones” sino también de “controlar la razón” del hombre contemporáneo.

Cuando en fecha tan temprana como 1805 Thomas Jefferson diseñó un destino para Cuba, que en su convicción más profunda era indispensable para el futuro de su propio país, definió al mismo tiempo la estrategia para conseguirlo. Estados Unidos tendría que apoderarse de Cuba pero antes deberían existir las condiciones que lo facilitasen.

Entonces la soberanía norteamericana no iba más allá del Mississippi. Las dos Floridas, desde el gran río hasta el Atlántico, seguían bajo la autoridad española. Cuba y Estados Unidos no eran aun vecinos.

Transcurrió casi una centuria durante la cual los sucesores de Jefferson no se limitaron a esperar. Intentaron comprar la Isla, mantuvieron a raya las apetencias respecto a ella de otras potencias europeas, se empeñaron en frustrar el proyecto liberador bolivariano, fomentaron la corriente anexionista de la sacarocracia criolla, y, durante nuestras guerras por la independencia, se negaron a reconocer las instituciones cubanas y la beligerancia del Ejército Libertador, mientras permitieron a España artillar y equipar su flota y utilizar sus puertos como bases para bloquear a los territorios insurrectos.

El momento propicio para pasar a la acción llegó, como sabemos, en 1898.

Como ilustra este libro ese año se desbordó la campaña para ganar las conciencias del pueblo norteamericano y convencerlo de la necesidad de participar en la guerra que España estaba a punto de perder. La realización del interés imperialista ejecutando, finalmente, un plan largamente concebido, fue presentada, sin embargo, como el cumplimiento de una obligación moral, altruista, la de ir al rescate de un vecino en desgracia.

El libro examina el papel de la metáfora, los símbolos, para el logro de objetivos políticos condicionando de manera más o menos sutil el modo de pensar y el estado de ánimo del receptor. Ofrece a este respecto un abundante repertorio de textos oficiales, discursos y declaraciones y también de producciones artísticas y editoriales y artículos de prensa y no falta una amplia muestra de caricaturas de la época. Cuba aparece como una joven maltratada pidiendo auxilio, o como un niño desvalido o malcriado y sucio y el Tío Sam como el caballero que viene al rescate de la doncella, o el maestro empeñado en limpiar y educar al infante descarriado. Las imágenes van cambiando según marchan los acontecimientos desde la bella mujer abandonada –los mambises, recordemos, no existían- hasta los niños díscolos, preferiblemente negros, urgidos de limpieza y disciplina.

Este muy valioso estudio abarca el Siglo XIX y los primeros años del XX. El triunfo revolucionario en 1959 iniciaría otra etapa en la que la manipulación de símbolos también desempeñaría una función primordial. Se puso de moda entonces hablar de un imaginario distanciamiento entre Washington y Batista supuestamente decisivo para el derrocamiento del dictador. Hubo que esperar hasta 1996 para conocer el texto del último mensaje del Secretario de Estado a su Embajador en La Habana, cuando concluía el año 58 en el que el señor Herter recapitulaba con amargura la ayuda que en todos los terrenos habían dado hasta ese instante al tirano derrotado.

O la leyenda incesantemente repetida acerca de los “millones” de cubanos que “escaparon” de la isla después de la victoria de enero y que ha servido de instrumento para denigrar a Cuba y manipular groseramente la cuestión migratoria. Según sus propias estadísticas oficiales, sin embargo, es ahora, en el Siglo XXI, que esa emigración, incluyendo a su descendencia nacida allá, sobrepasa el primer millón. Y algo que suele obviarse aunque consta en los mismos registros gubernamentales, en 1958 la emigración cubana era superior a la de la totalidad del Continente exceptuando a México.

Sería interminable la relación de imágenes inventadas y falacias diseminadas en los años del período revolucionario. Permítanme rendir homenaje sólo a la “proeza” ejecutada en abril de 1961 por los intrépidos navegantes que desembarcaron por el puerto de Bayamo.

Aquella, la de 1898, fue una campaña exitosa. La solidaridad del pueblo estadounidense, manifestada con gran amplitud desde el alzamiento de Céspedes, se había intensificado treinta años después. A la simpatía natural se unía el rechazo ante la crueldad weyleriana. El respaldo popular a los cubanos alcanzó niveles muy notables y se reflejó, más allá del discurso político, en el teatro, la música y la poesía.

La intervención en el conflicto no fue vista como lo que era, una conjura imperialista, sino como la realización de un ideal noble y puro. Sumarse a los mambises y pelear junto a ellos fue el anhelo de muchos. Basta mencionar a Mark Twain y Carl Sandburg.

Esa visión generosa, desprendida, aparecería en la Resolución Conjunta por medio de la enmienda Teller que, sin embargo, contradecía al verdadero plan oficial que se concretaría en el texto del Senador Oliver Platt.

Lo que vino después es conocido. Los sueños frustrados, la lucha siempre renovada hasta el amanecer de enero y luego medio siglo de resistencia y creación, en los que no han faltado la hazaña y los sacrificios, los momentos de amargura y alegría, pero sobre todo, la certeza de haber llegado a la tierra prometida que concibieron los abuelos.

Ahora cuando se anuncia un nuevo capítulo en esta larga saga urge impedir que el olvido cubra de sombras el camino tan dolorosamente recorrido.

Porque como advirtiera Cintio Vitier en un texto que hoy y mañana habrá que recordar “en la hora actual de Cuba sabemos que nuestra verdadera fortaleza está en asumir nuestra historia”.

Palabras en la presentación de la edición cubana del libro de Louis A. Pérez Jr. el 27 de enero de 2015 en la UNEAC

[1] ‹‹Cuba in the American imagination-Metaphor and the Imperial ethos››. The University of North Carolina Press, Chapel Hill, 2008, p. 22-23

 

The 4th of July and American Exceptionalism

In History, US on July 7, 2014 at 1:41 pm

 

 

By Ricardo Alarcón de Quesada

Another 4th of July is here. It will be another long weekend in the U.S.  There will special offers in stores that will boost sales and attract many people. Some, however, will just have to make do with the illusion of the window dressing. For most it will be an opportunity for rest and family gatherings.

There will also be pompous ceremonies, with the beating of drums, fireworks displays and abundant official rhetoric. There will be fake speeches, repeated for over two centuries, whose effectiveness no one will question because they have been useful for cajoling so many people, inside and outside the United States, for such a long time.

President Barack Obama will demonstrate his undeniable oratorical skills, and will again tell us that the nation he leads is exceptional, unrepeatable. He has not spoken yet, but there is no doubt he will repeat –give or take a word– what he said last year:

“On July 4th, 1776, a small band of patriots declared that we were a people created equal, free to think and worship and live as we please, that our destiny would not be determined for us, it would be determined by us. And it was bold, and it was brave. And it was unprecedented. It was unthinkable. At that time in human history, it was kings and princes and emperors who made decisions. But those patriots knew there was a better way of doing things, that freedom was possible, and that to achieve their freedom, they’d be willing to lay down their lives, their fortune and their honor. And so they fought a revolution. And few would have bet on their side. But for the first time of many times to come, America proved the doubters wrong. And now, 237 years later, this improbable experiment in democracy, the United States of America, stands as the greatest nation on Earth.”

Such ranting has been reproduced incessantly, from day one, by all U.S. leaders, liberal or conservative, Democratic or Republican. Some, perhaps, could have pleaded ignorance; but this is not the case with the former constitutional law professor. All, without exception, have insisted on a big lie.

It is a discourse that has nothing to do with the historical truth of a country that emerged oppressing others and, for over two hundred years, has spread war, pain and death around the globe. Nor is it true that those men were thinking of  conducting some “democratic experiment“.  Madison, Hamilton and Jay spelled it out in the days of the birth of the nation. The new republic would not be governed by the people; power should always be in the hands of those who owned land, factories and servants.

The amazing thing is that, despite everything, there are many who – there and elsewhere – still believe in a falsehood that is more than two centuries old. This capacity for deception is the authentic American Exceptionalism.

The rights mentioned by Obama existed only for the white owners of the wealth in the Thirteen Colonies which revolted against England in 1776. Yet, for the native peoples and African slaves, especially, the consequences of July 4th were the exact opposite.

Freed from the constraints imposed on them by London –which led to the revolt– the landowners launched a sweeping march to the West, practicing a brutal genocide of its populations. They intensified the slave trade and the slave commerce that had been previously controlled by the British Crown. The main motivation of that ” small group of patriots ” was the fear they had of the abolitionist movement in England, and the need to act before its inevitable consequences.

However, this year, in the United States, an important intellectual event is taking place lacking in the media attention the official celebrations will receive.  Gerald Horne, Professor of History and African American studies at the University of Houston, has just added two new texts to his long and brilliant bibliography on these subjects. Last April, New York University published  The Counter-Revolution of 1776: Slave Resistance and the Origins of the United States of America.” And now,in late June, Monthly Review Press began distributing  Race to Revolution: The U.S.and Cuba During Slavery and Jim Crow .”

The fruit of thorough and painstaking research, both books belie the legend of the revolutionary character of the 4th of July. The landowners revolted to prevent the emancipation of the slaves and to unleash an aggressive expansionism for the exclusive benefit of the plutocracy in the Thirteen Colonies. Nevertheless they also encountered unwavering resistance.

Their victims , who were the same in North America and in the Caribbean islands, persisted in their quest for freedom; a struggle that united them beyond language differences and is – despite the lying propaganda which tries in vain to separate them– the foundation of their deep solidarity. Hopefully, someone will discover over there, in the capital of the Empire, these works by Professor Horne. May they find time to read them.   Now that they have a long week-end coming.

El 4 de julio y la “excepcionalidad” norteamericana.

In History, Politics, US on July 4, 2014 at 11:26 am

George Washington y familia, con esclavo en Mount Vernon.

 

Por Ricardo Alarcón de Quesada

 

Vuelve el 4 de julio. Será, otra vez, en Norteamérica, un largo fin de semana. Habrá ofertas especiales en las tiendas que impulsarán las ventas y atraerán a muchos aunque no serán pocos quienes deban contentarse con el espejismo de los anaqueles engalanados. Para la mayoría será una oportunidad para el reposo y el encuentro familiar.

Habrá también ceremonias pomposas, con redobles de tambores y fuegos de artificios, en las que abundará la retórica oficial. Serán discursos falsificadores, reiterados durante más de dos siglos, cuya eficacia nadie puede cuestionar pues han sido útiles para engatusar a mucha gente, dentro y fuera de Estados Unidos, durante mucho tiempo.

El Presidente Barack Obama exhibirá su innegable destreza en la oratoria y nuevamente nos dirá que la Nación que él dirige es excepcional, irrepetible. Aun no ha hablado pero, a no dudarlo, repetirá, palabras más, palabras menos, lo que dijo el año pasado:

  “El 4 de julio de 1776 un pequeño grupo de patriotas declaró que éramos un pueblo creado igual, libre para pensar y rezar y vivir como queramos, que nuestro destino no sería determinado por otros sino sería determinado por nosotros. Y era intrépido y era valeroso. Y era algo sin precedente. Era impensable. En ese momento de la historia humana, eran reyes, príncipes y emperadores quienes tomaban las decisiones. Pero aquellos patriotas sabían que había un modo mejor de hacer las cosas, que la libertad era posible y que para alcanzar la libertad ellos estarían dispuestos a entregar sus vidas, sus fortunas y su honor. Y así hicieron una revolución. Y pocos habrían apostado por ellos. Pero por la primera vez de muchas más que vendrían después, América probó su error a los dudosos. Y ahora, 237 años más tarde, ese improbable experimento de democracia, los Estados Unidos de América, se levanta como la nación más grande de la Tierra”.

Semejante perorata la han reproducido machaconamente, desde el primer día, todos los gobernantes norteamericanos, liberales o conservadores, demócratas o republicanos. Algunos, quizás, pudieron escudarse en la ignorancia, pero no es el caso del ex profesor de Derecho Constitucional. Todos, sin excepción han insistido en una gran mentira.

Es un discurso que nada tiene que ver con la verdad histórica de un país que surgió oprimiendo a los demás y que durante más de doscientos años ha llevado la guerra, el dolor y la muerte a todo el orbe. Tampoco es cierto que aquellos hombres hubieran pensado en hacer algún “experimento democrático”. Madison, Hamilton y Jay lo dijeron con todas las letras en los días de la fundación. La nueva república no sería gobernada por el pueblo, el poder debería estar siempre en las manos de los que poseían las tierras, las fábricas y los siervos.

Lo asombroso es que, a pesar de todo, no son pocos, los que allá y en otras partes, aun creen en una simulación más que bicentenaria. Es esa capacidad para el engaño la auténtica excepcionalidad estadounidense.

Los derechos mencionados por Obama sólo existieron para los blancos dueños de las riquezas de las Trece Colonias sublevados contra Inglaterra en 1776. Pero, especialmente para las poblaciones autóctonas y para los esclavos africanos, las consecuencias del 4 de julio fueron exactamente lo contrario.

Liberados de las restricciones que les imponía Londres –y provocaron la revuelta- los colonos se lanzaron en una marcha arrolladora hacia el Oeste practicando un brutal genocidio de sus poblaciones, mientras intensificaron el tráfico esclavista y el comercio negrero que antes había controlado la Corona británica. Fue el temor al movimiento abolicionista en Inglaterra y para anticiparse a sus consecuencias inevitables la principal motivación de aquel “pequeño grupo de patriotas”.

Carente de la atención mediática que recibirán las celebraciones protocolares, este año se está produciendo, sin embargo, un importante suceso intelectual en Estados Unidos. Gerald Horne, profesor de historia y estudios afroamericanos de la Universidad de Houston, acaba de sumar dos nuevos textos a su extensa y brillante bibliografía sobre estas materias. El pasado abril la Universidad de New York publicó “The Counter-Revolution of 1776: Slave Resistance and the Origins of the United States of America”.Y ahora, a fines de junio, Monthly Review Press comienza a distribuir “Race to Revolution: The US and Cuba During Slavery and Jim Crow”.

Frutos de una acuciosa investigación ambos libros desmienten la leyenda del supuesto carácter revolucionario del 4 de julio. Los colonos se insubordinaron para evitar la emancipación de los esclavos y para dar rienda suelta a un agresivo expansionismo en beneficio exclusivo de la plutocracia de las Trece Colonias. Pero también encontraron una resistencia irreductible.

Sus víctimas, que eran las mismas en Norteamérica y en el Caribe insular, persistieron en su búsqueda de la libertad, en una lucha que los hermanó más allá de las diferencias lingüísticas y es, a pesar de la propaganda mentirosa que intenta en vano separarlos, el sustento profundo de su solidaridad. Ojalá alguien descubra, allá en la capital del Imperio, estas obras del profesor Horne. Y que encuentre tiempo para leerlas. Ahora que viene un largo weekend.